La luz eléctrica es un maravilloso invento. La humanidad ha experimentado grandes revoluciones con cada nuevo ingenio, pero el de la corriente eléctrica posiblemente sea uno de los más transcendentes para la sociedad. Hoy no podemos imaginar la vida sin luz, pero este hito tiene solo 142 años, apenas un instante en la historia del ser humano. En 1879 Thomas Alba Edison encendió la primera bombilla con filamento incandescente dando paso a una transformación económica y social de una magnitud formidable.
La generación de energía eléctrica es una cuestión vital y, permanentemente, controvertida. La sana obsesión por la salvaguarda del medio ambiente ha demonizado a las centrales nucleares, casi con toda seguridad las más eficientes. Las energías limpias o verdes, la eólica, la hidráulica y la solar tienen mejor prensa por aquello de no contaminar con residuos, pero no son —ni de lejos— tan eficaces como la energía nuclear. El problema reside, básicamente, en que no siempre llueve a gusto de todos ni luce el sol como convendría para calentar planchas solares, ni sopla el viento para mover gigantescas aspas de molinos. Pero ninguna de estas cuestiones pasa por la mente del ciudadano cuando enciende el horno, pone la lavadora o recarga la batería de su inseparable teléfono móvil. Contamos con el hecho cierto e indefectible de que siempre tendremos energía eléctrica en el calor del hogar para nuestro solaz y bienestar. El problema es que en esta vida nada es gratis salvo respirar… por ahora.
El asunto del precio de la luz es recurrente y, cada cierto tiempo, aflora como tema de actualidad por la subida, como ocurre con los carburantes. La factura energética es uno de los grandes misterios de la sociedad española; yo aún no he conocido a nadie que la sepa descifrar. Es un intrincado enigma diseñado para que el desdichado consumidor desista del entendimiento y, resignadamente, pague lo que sea que tenga que pagar. Como ya sabrá, desde el 1 de junio, en nuestro trágico país, disfrutamos de nueva tarifa eléctrica. El coste de la luz ya era alto en los meses previos, pero de un día para otro el aumento del coste por kilowatio/hora, que es como se tarifica, se cifra en un 41% en el tramo más costoso. Y es que el galimatías tarifario se complica aún más con la llamada discriminación horaria; es decir, que la luz no vale lo mismo a cualquier hora del día o de la noche. Usted puede ser cliente con tarifa regulada o libre dependiendo de qué compañía tenga contratada como suministradora. Y puede que tenga tarifa plana o por tramos… En fin, un lío de dos pares de narices para cualquier hijo de vecino. Sin embargo, sí que hay algunas certezas en el precio de la luz para el consumidor final. El 60% de la factura que pagamos son impuestos y disfrutamos de un 21% de IVA, por encima de la media europea, que es un 18% y de países como Italia, con un 10%, Grecia, con un 6% o Reino Unido con un 5%.
El tema es árido, complejo y farragoso porque, además, España no es autosuficiente energéticamente y no produce toda la electricidad que necesita, por lo que ha de comprarla a terceros países. Así que la deducción del coste de la luz es tarea ardua restringida solo para insaciables sabelotodos. El titular es el que es. La luz, ahora, es más cara —mucho más cara— y, si usted quiere ahorrarse unos eurillos, va a tener que hacer un tutorial para contratar la tarifa más adecuada y después organizar su vida doméstica con horarios económicos para el consumo de energía. Si hay que levantarse a las mil y monas para planchar o poner el lavaplatos, pues usted se levanta y canta por bulerías, aunque despierte al vecindario, y tan ricamente. ¡Que sé yo, lo mismo hasta se puede hacer alguna fiesta de pijamas con los vecinos de enfrente!
Y es que lo de la luz está sobrevalorado. ¿Por qué no volver al siglo XVIII o XIX? ¿Por qué no rememorar el ambiente íntimo y acogedor de los candelabros con sus velas? Las lámparas de aceite también tenían su encanto. Y, ya puestos —metidos en esta romántica involución—, deberíamos recuperar los coches de caballos para movernos por la ciudad y, así, desterrar del todo esos locos vehículos contaminantes… ¡Si es que somos demasiado modernos y lo queremos todo! Pero el progresismo propugnado por el insigne Pedro Sánchez era esto, o ¿no?
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