Afganistán no está tan lejos

18/08/21 +Jerez Opinión: Ángel G. Morón

Algo más de 32 millones de seres humanos habitan en un rincón del planeta llamado Afganistán que pocos de nosotros acertaríamos a situar con certeza en el mapamundi. Linda con Pakistán, Irán y, las aún más ignotas, Turkmenistán y Tayikistán. Está relativamente cerca de India, con lo cual ya nos hacemos una idea geográfica aproximada. La parte asiática del globo nos pilla a desmano a los occidentales, salvo que tengamos ganas de aventuras asiáticas y orientales. Las cuestiones de índole internacional no suelen preocuparnos por estos lares (suficiente telar tenemos ya en el terruño hispano). Pero cuando los acontecimientos allende nuestras fronteras son extraordinarios, los medios de comunicación se apresuran a focalizar su atención y la cuestión monopoliza informativos llenando horas de radio, televisión y páginas de prensa. Así es el espectáculo de la información hoy en día. La opinión pública ahora repara en la situación de los afganos, unos ciudadanos del mundo que tienen la desdicha de vivir en un Estado islámico anclado en el medievo en buena parte de su territorio, a excepción de algunas ciudades como Kabul, la capital.

La guerra de Afganistán, entre 1978 y 1992, puso en el mapa a esta nación. La antigua Unión Soviética intervino en esa lucha para apoyar un régimen comunista, lo que la llevó a enfrentarse a Estados Unidos y Arabia Saudí, entre otros. La geopolítica volvió a poner a Afganistán, que es el primer productor de opio del mundo, en el disparadero tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Era, supuestamente, el avispero del terrorismo islámico y Estados Unidos decidió reventarlo y, de paso, arrollar a los talibanes, "estudiantes" en lengua pastún. Estos integristas son radicales islámicos tribales que defienden una suprema ley islámica —la Sharia—, que discrimina a la mujer ninguneándola socialmente y convirtiéndola en poco menos que un objeto decorativo. La presencia militar occidental en Afganistán empezó su repliegue en 2014, pero los norteamericanos seguían al frente.

La todopoderosa USA, con el abuelo Biden al frente, después de 20 años en territorio afgano, se quita de en medio con excusas diciendo que ya hicieron su trabajo y que es hora de que se ocupen los afganos de sus cuitas. A nadie debería sorprender la decisión sabiendo el coste en vidas que ha tenido la intervención militar (se calcula que unos 150.000 entre militares y civiles; de ellos, medio centenar de periodistas y algún reportero español como Julio Fuentes en 2001). Y no olvidemos el dinero, cuestión nada desdeñable. Estados Unidos ha desembolsado —según el gobierno norteamericano— 800 mil millones de dólares, que suena a barbaridad. España también cooperó con militares, entre los que también hubo bajas (102 víctimas mortales) y dinero (unos 4 mil millones de euros). La anunciada retirada ha tenido un efecto inmediato. El gobierno afgano era un polvorín corrupto repleto de líderes que solo se han enriquecido personalmente, y se ha diluido en segundos; y los infaustos talibanes, que nunca se fueron, retoman el control político y militar del país y recuperan sus directrices, más salvajes que en el medievo. El caos ha llegado a Afganistán porque no ha habido ninguna transición. Sin tiempo de asimilación, los talibanes se han adueñado de grandes núcleos de población. El desastre humanitario no ha hecho más que empezar y ya ha explotado. Y no parece que haya marcha atrás. La enorme potencia que es China no ha tardado en mostrar su apoyo al nuevo Gobierno de integristas islámicos.

¿Qué hará el mundo civilizado ahora? ¿Qué hará la comunidad internacional contra un régimen que arrasa los derechos humanos y, especialmente, los derechos de las mujeres? Pues mire, solo los intereses geopolíticos o económicos llegarían a movilizar al primer mundo, como siempre. Hace cien años lo que pasaba en un remoto lugar a miles de kilómetros nos era desconocido. Hoy, la maravillosa Internet nos mantiene conectados e informados de lo que ocurre en el lugar más recóndito de la tierra. El ojo público sitúa ahora en el mapa a Afganistán, y ya estamos viendo imágenes dantescas de asesinatos de mujeres a sangre fría o personas cayendo al vacío desde un avión en vuelo al que se habían encaramado para escapar del país. Nadie puede permanecer impasible con esas tremendas escenas. A todos nos sobrecoge el envilecimiento de extremistas religiosos que alientan matar en aras de la moral religiosa. Pero usted y yo, ¿qué podemos hacer como ciudadanos del mundo concernidos? ¿Manifestarnos en nuestra urbe para exigir alguna respuesta de nuestro insigne país? Nuestra moderna civilización se moviliza, básicamente, repatriando a los compatriotas deprisa y corriendo. El nuevo Afganistán —extremo, radical y asqueroso— se ha impuesto y la comunidad internacional ya muestra complacencia ante el horizonte afgano. Los talibanes están vendiendo, además, una moderación en su radicalidad y hablan de amnistías y paz bajo la ley islámica, claro. Cuentos para niños ingenuos.

El nuevo Afganistán podría suponer el preludio de atentados en Occidente porque lo que defienden los radicales islámicos es la supremacía de su "civilización", entre comillas. Quieren imponer su visión del mundo y ya hay muchos caballos de Troya insertos en Occidente, reductos de radicales que pueden estallar cualquier día, como ya hemos vivido no hace mucho.

El mundo es muy grande, y las desdichas, las desigualdades, las diferencias sociales y culturales seguirán haciendo de nuestro planeta un lugar diverso, un lugar maravilloso para unos y perverso para otros. La Arcadia feliz para todos es una quimera inalcanzable. Usted y yo tenemos la azarosa fortuna de haber nacido y vivir en el primer mundo. No tenga la menor duda, no obstante, de que en el mundo de hoy todo está relacionado e interconectado. Nuestras preocupaciones cotidianas son, evidentemente, una nimiedad ante la paupérrima realidad de un afgano o de una mujer afgana cuyas vidas palidecen en pleno siglo veintiuno. Pero Afganistán, aunque lo parezca, no está tan lejos.

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