Me bajo en la estación de metro de Sant Jaume, que desemboca en Vía Laietana. Sin saberlo, estoy a unos 100 metros del Palacio de la Generalitat y el Ayuntamiento. Aún Puigdemont no ha comprado los billetes de avión destino Bélgica ni Junqueras duerme en Estremera. Es el viernes de la independencia y su consiguiente aplicación del 155. Tras subir las escaleras del metro, un joven inmigrante me ofrece una lata de cerveza por un euro. He quedado en el barrio del Born, junto al barrio Gótico. Los gritos de independencia, a esas horas ya algo ebrios, se convierten en aplausos. Jordi Turull, hasta el 155 portavoz del 'Govern', camina rápido huyendo de las cámaras y escoltado por los Mossos en dirección puerto de Barcelona. Es una gran fiesta y aparece también como invitada Pilar Rahola, ex diputada de ERC y 'tronista' del independentismo. Sonríe consciente de su protagonismo junto a un señor que porta una cerveza con una barretina presidiendo su cabeza. Nos avisa una amiga catalana, historiadora e 'indepe': “Hay 'españoles' buscando pelea, cuidado por el centro”. Pienso en el acierto que fue para el Barça su equipación cuatribarrada de la 'Senyera'. Es casi la equipación oficial del independentismo de calle.
En una terraza servida por un camarero brasileño, lamentamos que el fin de semana de turismo se nos haya ido al garete. Yo no venía buscando presenciar la historia, por más que uno sea periodista las 24 horas del día. El sábado me despiertan a las siete los camiones de limpieza. Por la ventana, veo algunas vomitonas y a día de hoy aún no sé si son las propias de una ciudad turística y estudiantil o la resaca de la gran fiesta autoproclamada. Intuyo lo primero porque las 'esteladas' sólo se verán por los balcones. Los turistas latinoamericanos o rubiascos se convierten en Barcelona. Y eso que son muchos menos que los que poblaban la ciudad hasta antes del último capítulo del 'Procés'. “Nuestra facturación ha bajado este 12 de octubre un 70% con respecto al año pasado. El total de octubre supone un 50% menos, y eso que veníamos creciendo un 20% desde principios de año”, me cuenta un guía turístico gallego. “Se han olvidado del 52% que no quiere la independencia, no sé si hay solución. Los catalanes son muy cabezotas y cuando se proponen algo, lo llevan hasta el final”.
Cataluña ha sido y es una tierra forjada en el orgullo de las derrotas. Lo evidencia, por ejemplo, el pebetero monumental ubicado frente a la Catedral del Mar. Cuando la Guerra de Sucesión ya había concluido con la victoria de los Borbones, Barcelona se encerró durante meses a la ciudad azotada por tropas españolas y francesas. Se mantuvieron en el bando de los Habsburgo, que prometían respetar sus fueros, aún cuando el Archiduque Carlos había dado por perdida la batalla en 1713. Esa contienda es el mito que vertebra el catalanismo. La resistencia recuerda a la de Numancia frente a Roma. En aquel tiempo, los numantinos se comieron a sus propios muertos para aguantar el bloqueo. Barcelona fue arrasada igualmente por las tropas de los Borbones y sobre aquellas ruinas se construyó una Ciudadela, para defender a los militares de posibles asedios de los propios barceloneses.
Además, el florecimiento económico y cultural de Barcelona coincidió con la corriente romántica. La misma que auspició la unión de Italia y que, en definitiva, revolvió Europa, tuvo lugar mientras los burgueses textiles se hacían millonarios y un grupo de arquitectos del cual Gaudí es su mayor icono tomaban el ritmo de Barcelona. “Eran catalanistas”, me dice la amiga historiadora. “Algunos pertenecían a la Lliga -el partido novecentista sobre el que se ha fraguado el puyolismo-, y usaban muchos símbolos catalanistas, como Jaume Primer matando al dragón, por ejemplo”. Me cuenta que ella votó a las CUP, pero que no es independentista. “No soy nacionalista, lo hice por el programa social... Y porque pensaba que algo asúi hacía falta. Las cosas no podían seguir así, hay que llegar a un acuerdo”. Cataluña no es sólo Barcelona. En los pueblos pequeños, hay pequeños y mayores que no hablan con fluidez el castellano. Se estudia casi como una imposición porque no han tenido que usarlo. “Pasa lo mismo con los gallegos”, me cuenta otro votante de las CUP, amigo de amigo, un chaval afable que en cuanto siente que hay cerca un castellanoparlante deja de un lado el catalán para hacerse entender. Curiosamente, también arquitecto. “No es que no quieran usarlo, los tienes que entender, es que en su día a día, como no salen de los pueblecitos, como viven en el campo, tienen un ambiente muy diferente al de la capital”.
Entre cervezas, ya por la noche, suena Loquillo en un bar de Marina, un antiguo polígono industrial a las puertas del centro de la ciudad que se ha reconvertido en “el único sitio de Barcelona donde sales sin que haya turistas”. Rockero, alternativo, que recuerda a por ejemplo a los bares de La Alameda de Sevilla, en uno de esos sitios donde a los bares aún se les llama 'garitos' un dibujo de Loquillo preside también una de las paredes. El mismo que se ha declarado antiindependentista. “Lo de Serrat es una pena”, me cuenta un familiar que lleva años residiendo en Barcelona. “¿Cómo puede ser que Isabel Coixet no pueda andar por la calle por no ser indepe?”. La tensión del soberanismo se mueve en diferentes ámbitos. En la calle el sábado transcurre tranquilo. Parecía que habría un ramalazo como respuesta al 155, pero se queda en nada. Cualquiera diría que no pasa nada. Pero igualmente, otra 'migrante' andaluza que se mueve en el mundo de lo audiovisual y que lamenta que desde el resto de España se haga una cruz contra el independentismo, me explica que se están cayendo algunos proyectos. “Grabando un anuncio, un camión se comió tres horas de atasco porque habían cortado la carretera y perdimos casi entero el día de rodaje. Si temen que estas cosas les van a pasar, tiran para Madrid, por ejemplo, y lo están haciendo”. Otra amiga, una independentista tranquila, joven, filóloga hispánica y catalana, me cuenta que, aunque han tratado de hacer ver que no importa, “la huida de empresas está asustando a mucha gente”.
En las últimas horas de viaje, viendo que a nadie le cansa hablar del tema, aprovecho para hacer la misma pregunta. “¿Dónde están los catalanistas que no son independentista? ¿Por qué Duran i Lleida se la pegó en las elecciones?”. “Ya no hay vuelta atrás. Todo viene de que el Tribunal Constitucional tumbara la mitad del Estatut cuando en Andalucía, por ejemplo, el PP no tuvo problemas con él. A partir de ahí, desde 2010, nada ha sido igual”, me dicen en resumen varias personas de forma coincidente. Uno de ellos entra de verdad en el asunto. “Ese catalanismo lo representa hoy en día el PSC, que pide un referéndum pactado”. “Duran i Lleida es hoy un 'botifler', un españolista”, indica un votante de Ciudadanos. “No caben medias tintas porque no hay vuelta atrás, ahora no se puede pedir cambiar la relación con el Estado, es demasiado tarde”, argumenta un partidario de ERC. “Yo creo en una España federal, republicana. La bandera de España no la puedo ver, pero sí la republicana. Esto no tiene vuelta atrás, antes hubo tiempo para eso...”. “Yo voté a Podemos en España, ¿tú crees que soy antiespañol?”, añade el votante de las CUP. “Me encantaría que hubiese una solución, no sé si la hay... Tiene que cambiar mucho España”. Y dentro de la confusión que genera todo este asunto, un votante del Podem catalán añade. “No soy nacionalista, pero con la independencia viviríamos mejor. Me encanta Andalucía, Jerez. Pero no lo veo ya mi país”.
Vuelvo el domingo a casa y veo en los informativos a Francisco Frutos, ex líder del PCE, gritar 'jo soc un botifler', un traidor. El mismo comunista que fue parlamentario en la Transición por el PSUC, la corriente roja propia de Cataluña, padre de aires antifranquistas y catalanista de la actual Iniciativa per Catalunya. Si hay solución o no lo dirá el tiempo. El reflejo televisivo de la tensión no es la Barcelona en la que uno pasea. Quizás sería diferente, quién sabe, si al final se van los turistas. La pregunta de verdad es si, de verdad, el independentismo ya ha abierto en canal al dragón que hoy, en ese mito, representa el 'españolismo' agresivo. “Cuando los catalanes queremos algo, somos muy cabezotas y tiramos para adelante... Aunque siempre, en cada guerra en la que hemos luchado, hemos estado en el bando perdedor”, remacha otro amigo catalán. Yo sólo quería hacer turismo, lo prometo.
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