Además de lo curioso y llamativo de su título, la siguiente novela cuenta también con una trama atrevida y que, aunque envuelta en la ficción, no está muy lejos de la realidad. Si algún día saliesen a la luz todos los llamados negros literarios tal vez nos llevaríamos una enorme sorpresa…
Algún que otro caso similar -no con tanto éxito como el que cuenta la novela- he podido conocer de escritor principiante que no logra colocar sus libros en ninguna editorial y cuyos textos sí que han entrado luego fácilmente con la llave de otro autor con más renombre.
Pero vayamos por partes y comencemos con las presentaciones. Para empezar, el nombre de la novela en cuestión: Mi nombre escrito en la puerta de un váter (Umbriel). Paz Castelló es la autora de una historia que tiene como protagonista a Mauro Santos, ese autor que reúne el perfil de escritor frustrado que tras intentar llegar a las editoriales por su cuenta descubre su éxito (es un decir, ya que su nombre no aparece por ningún lado) tras venderle sus novelas a un famoso televisivo.
Germán Latorre, para más señas, es el presentador que se aprovecha del talento literario de su vecino para ganar todavía más fama y prestigio. Qué curioso, los libros de Mauro que antes habían sido rechazados pasan a ser auténticos best sellers con tiradas increíbles por todo el mundo. Y todavía más curiosos es que ambos (escritor en la sombra y presunto autor) se encuentren en la televisión cuando Mauro decide presentarse a un programa que busca a nuevos escritores.
Y, a partir de ahí, ¿seguirá Mauro ejerciendo de negro literario para Germán? La novela te atrapa desde el principio. Paz Castelló firma una historia atractiva en la que no falta la crítica al sector editorial y a los medios de comunicación. Se agradece esa apuesta por el título y por el relato. Bien estructurada, los personajes son de los que se quedan a vivir en la memoria del lector durante mucho tiempo. Y serán varios los inesperados giros que te sorprenderán.
“Ya había anochecido cuando llegó a la cárcel. Allí le esperaban las manos de un funcionario enfundadas en unos guantes de látex, el tacto áspero de un uniforme de poliéster con olor a desinfectante, las cámaras de videovigilancia en lugar de las de la televisión… Todo su mundo parecía haber centrifugado a mil revoluciones por minuto, dejándole aturdido y fuera de lugar”.