¿Qué es hoy la democracia? ¿Qué entiende un ciudadano de a pie por Estado democrático? A muchos se les llena la boca con el término democracia. Tanto lo usan, tanto lo manosean que consiguen viciarlo. La democracia en España ¿es hoy un sistema político que otorga la soberanía de la nación a los ciudadanos y les confiere poder para elegir y auditar a sus gobernantes? Sobre el papel, el nuestro es un país democrático porque cumple con este axioma. Nos sentimos ciudadanos libres y consideramos que nuestro voto electoral es la mayor expresión del sistema democrático. Siempre hemos oído en los comicios la frasecita recurrente de que hay que participar en el juego democrático para que te asista después el derecho a quejarte si la política frustra tus expectativas. Y sí, sin duda, la democracia es un juego. Pero un juego delicado, frágil y cuyas reglas parece que fueron diseñadas en España para sostener hoy un sistema político ya agotado. Hay quien piensa que una abstención masiva sería una vía para quebrar la partitocracia imperante porque, ¿qué legitimidad tendría un parlamento votado por un veinte por ciento del censo electoral? Pero, ¿alguien en su sano juicio alentaría esta respuesta ciudadana? ¿Qué ocurriría después? Se abrirían muchas incógnitas con incierto desenlace. Hay que cambiar las reglas del juego pero participando en él.
La historia reciente de nuestro país está marcada por los avatares del siglo XX. La trágica guerra civil, que muchos se empeñan en revivir interesadamente ochenta años después, abrió una etapa dictatorial con luces y sombras. Nadie sensato podría defender dictadura alguna, ni el ordeno y mando. Pero sí podemos convenir en que el tránsito hacia la nueva democracia se hizo moderadamente bien. Me resisto a subrayar que la nuestra fuera una transición modélica. Y me resisto porque los políticos de entonces se trabajaron la reconciliación pero también pusieron los mimbres de un sistema electoral pernicioso para el Estado en su conjunto. Retocar dicho sistema hoy se antoja una quimera.
La ley electoral vigente en nuestro país debería cambiarse sin que eso suponga una involución sino una actualización. España es un país diverso y culturalmente muy rico. Pero el espíritu nacional, el orgullo patrio, se reduce al deporte como mucho. Y esta es la gran tragedia de la nación que alimenta la confrontación política, la razón de ser de muchos políticos. ¿Qué sería de muchos de ellos si no defendieran la particularidad de sus territorios?, ¿Su idioma diferencial?, ¿Su idiosincrasia identitaria? Se quedarían sin argumentario y sin carrera. Hoy tenemos diecisiete terruños, diecisiete cortijos, diecisiete gobiernos. Se calcula que hay unos cien mil políticos en España, profesionales de la política que se dedican a ello a tiempo completo y que viven de ella, aunque el número de personas que vive al socaire de la política es incalculable.
El cambio en la ley electoral sería indispensable para evitar que partidos regionalistas extorsionen y condicionen la gobernanza nacional. La proporcionalidad en las Cámaras de representación habría que estudiarla muy bien para que la presencia de unos pocos no sea tan decisiva, como lo es hoy. Pero lo que resulta indispensable es acabar con la profesionalidad política. Es decir, la política se ha de entender como un servicio público a los ciudadanos con fecha de caducidad. Hoy, en nuestro país, no contamos con políticos de altura y gran preparación. En muchos casos "disfrutamos" de sectarios agarrados firmemente a sillones y cuyo único mérito es ser militantes de un partido desde que les salieron los dientes. Las corruptelas tienen mucho que ver con la perpetuidad en el poder y la consiguiente creación de redes clientelares, el enchufismo de toda la vida. Así que habría que limitar por ley el tiempo máximo de dedicación a la política. Y a ella, además, debería llegar lo mejor de cada casa y no lo peor. La mediocridad se ha impuesto en la "carrera" política, que es un chollo por sus muchas prebendas y privilegios. También habría que acabar con esas ventajas exclusivas de los políticos, como pensiones vitalicias máximas o aforamientos, por citar algunas. Los políticos no deberían gozar de excepcionalidades, ni en el ejercicio de cargo alguno ni mucho menos cuando dejan la política activa.
Hoy tenemos un sistema diseñado por políticos para el bienestar de la clase política. Eso es lo que muchos ciudadanos perciben. Y, aunque disfrutamos del llamado estado del bienestar, un estado social en un amplio sentido de la palabra, el hartazgo ciudadano con la gestión pública está provocando una preocupante desafección hacia la política. Aquel que se declara apolítico es un ingenuo o un ignorante, porque todo en nuestra vida actual tiene que ver con la política. Y hemos de ocuparnos y preocuparnos de la política porque el cansancio de lo conocido y las crisis contribuyen a la demagogia: la perversa semilla del populismo, un peligro siempre para cualquier sociedad.
La reciente pandemia ha vuelto a poner de manifiesto la inoperancia e incapacidad de la clase política en la gestión de una crisis de salud extraordinaria. Pocos países han aprobado el examen, pero es que España lidera la lista de la ineptitud; una pésima gestión con un coste dramático de vidas. El desastre ha ocurrido por falta de preparación, por desdén y por negligencia pero también, estoy convencido, por la estructura del Estado, dividido en taifas. Hay que repensar el Estado español y el sistema electoral. Pero hay que hacerlo entre todos y eso solo será posible impulsando la democracia, haciéndola más participativa y sometiendo los cambios al escrutinio ciudadano. Ojalá se den pasos en esa dirección y alumbremos entre todos un país más sano. No pierdo la esperanza.
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