La paciencia es una virtud. Eso se suele decir. Cuando eres joven, tus mayores te conminan a no acelerar, a no tener prisa por crecer, por hacerte mayor y hacer realidad tus sueños. La ingenuidad de la niñez debería ser eterna. Nada hay más tierno que un infante repleto de ilusiones mágicas gracias a una imaginación desbordante, sin límites. La juventud, ese divino tesoro, llega después. Y, con ella, el ansia por descubrir, por volar, por experimentar, por vivir a plenitud y con el carpe diem como lema irrenunciable. Se tiene toda la vida por delante, y la sensación de inmortalidad —de ser "especiales" y de transcender— hace que el joven sea, a menudo, temerario y desdeñe el riesgo. Muchos creen estar ungidos por un halo divino y piensan que son unos "elegidos" para la gloria…
Los niños han dado, por lo general, un ejemplo digno de aplauso ante las restricciones impuestas en aras de la salud pública. Los jóvenes, tal vez, no han sido todo lo modélicos que debieran. La población, en general, es dócil y cumplidora. Somos un rebaño cívico y no solemos descarriarnos, aunque siempre hay espabilados que hacen trampas. Sí, somos gente de orden, ciudadanos respetuosos con la ley y las normas. El problema surge cuando las normas son estúpidas e impuestas por estúpidos e ignorantes, y de esas tenemos muchas con esto de la pandemia de marras. Lo de la mascarilla indiscriminada es una de ellas.
Nadie en su sano juicio, a estas alturas, podría negar la aparición de un virus respiratorio muy contagioso que ha estresado los sistemas sanitarios de todo el planeta. La aleatoriedad de la gravedad hizo que el pánico se apoderara de cualquier hijo de vecino sensato. Nos hizo pensar que en esa lotería del COVID-19 podíamos tener la bola negra que nos llevara al otro barrio, como a tantos. El miedo, posiblemente el virus más tenebroso que existe porque nubla la razón y la paraliza, sigue atenazando a mucha gente. Más de un año después de la aparición de la plaga —y aun con las milagrosas vacunas ya en juego—, la crisis sanitaria sigue lacerando la cotidianidad, restringiendo derechos fundamentales y machacando económica, social y psicológicamente a los ciudadanos.
El agotamiento mental sumado al estrés económico hace que la paciencia esté ya colmada. En este trágico país, además, la multiplicidad de normas hace que vivamos en un constante guirigay en el que uno no sabe ya qué coño puede o no puede hacer en virtud de las reglas de cada región, territorio identitario o coto. Así las cosas, en la mente de muchos está el hartazgo más absoluto y esa idea de "hacer de la capa un sayo", ponerse el mundo por montera y mandar a tomar aire a los tontos informados que nos gobiernan y que no dejan de demostrar, día tras día, que ser político en España es el chollo de los peores de la clase.
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