Desde hace ya bastante tiempo, repudio la política y todo lo que huele a política; sinceramente, creo que, en nuestra querida España, nuestros políticos se lo han ganado a pulso. Es lógico deducir, con esta premisa, que mi visión del circo de la política es ácida. Podemos obviar dicho espectáculo y hacer como que con nosotros no va la cuestión. Podemos vivir en la ignorancia y permanecer ajenos. Tal vez sería posible viviendo en algún recóndito o inhóspito paraje aislado y solitario. Y puede que, ni aún así, estuviéramos a salvo de la acción política. Seguramente algún político llegaría para intentar imponer normas en el terruño y legislar –que es lo que les gusta– para dejar claro que se tiene el poder: el poder de decidir qué se puede o no se puede hacer. Pero resulta que la política y los políticos afectan al ciudadano y condicionan su vida, así que, mantenerse al margen puede que favorezca la tranquilidad de espíritu, pero las consecuencias serán padecidas sin remisión.
Hemos asistido a una actuación en la llamada 'sede de la soberanía nacional'; la ha protagonizado un señor de edad provecta que, a sus 89 años, ha considerado oportuno colaborar en la estrategia de un partido político. Ramón Tamames, erudito y con una vasta trayectoria pública y política, ha sido la coartada para que Vox utilice torticeramente una herramienta como la moción de censura.
Han sido dos largas sesiones parlamentarias para que sus ilustres señorías debatan sobre el Estado de la Nación porque, básicamente, se ha reproducido la misma 'charleta' que en un debate de esas características. La moción de censura es un instrumento creado para tumbar a un Gobierno y presentar un programa alternativo, pero no sólo para cuestionarlo o criticarlo. Presentar una moción de censura sin reunir previamente los apoyos necesarios para que salga adelante no tiene sentido, salvo por el tacticismo político. Los ideólogos de Vox urdieron la moción para cobrar protagonismo electoral y eligieron a una persona cuyo perfil político poco o nada tiene que ver con su ideario. Ramón Tamames, economista e historiador, militó en el partido comunista y colaboró en la creación de Izquierda Unida. Su elección no es baladí. Se apostó por él para mostrar que, incluso la gente de izquierdas, está en contra del actual Gobierno socialista «de progreso», como les gusta añadir siempre que tienen ocasión.
Pocos –imagino– habrán presenciado íntegramente las sesiones parlamentarias, pero sí habrán visto pasajes con las intervenciones más destacadas, seleccionadas previamente por los medios de comunicación o las redes sociales. El resumen es, en pocas palabras, un espectáculo con trascendencia o consecuencias indeterminadas. Las intervenciones de Tamames –por momentos ocurrente– han sido coherentes y argumentadas. Es probable que algunos lo hayan observado con ternura, pero también los hay que lo han contemplado con desdén y displicencia. Detectar a unos y a otros era tan fácil como ver sus caras mientras el candidato Tamames hablaba.
La moción concluyó siguiendo el guion al detalle. El Presidente defendió su maravillosa gestión sin admitir ninguna crítica, y Abascal atizó la fusta parlamentaria con su habitual locuacidad. Nada nuevo bajo el sol. Porque lo que sus señorías tienen en mente no es otra cosa que la cita electoral. Unos y otros esperan que las municipales y las autonómicas de mayo sean el preludio de los comicios generales y unos y otros confían en que sus estrategias surtan efecto y embauquen una vez más a los sufridos electores/contribuyentes, los dolientes pagadores de la democracia.
Mirar a diestra o a siniestra es desalentador. El panorama político español es un erial. La llamada a las urnas apela a la responsabilidad individual. Se nos ha vendido la idea de que con nuestro voto somos partícipes activos del Gobierno, pero habría mucho que cambiar en nuestro sistema electoral para que la democracia española fuera realmente una democracia representativa, para que el parlamentarismo español no lo formen profesionales de la política que sólo hacen seguidismo y que se agarran a la silla pública como sanguijuelas. ¿Cuántos de nuestros queridos políticos tendrían vida fuera de la política? ¿Cuántos comenzaron su activismo siendo veinteañeros y jamás han hecho otra cosa más que estar en política? Posiblemente, el mayor problema de la política es su profesionalización. Mientras la mayoría de los políticos conciba su servicio público como un modus vivendi vitalicio poco o nada cambiará en el circo de la política.
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