Gran polémica por la fuga de contribuyentes españoles a Andorra, ese territorio indómito situado en España, pero ajeno a nuestra nación de naciones. ¡Qué lío con tanta nacionalidad! Los andorranos, cerca de ochenta mil almas, conforman un microestado soberano que linda por el norte con Francia y por el sur con España, con la región catalana. Su moneda es el euro, pero no pertenecena la Unión Europea, aunque sí adoptaron esa divisa por comodidad e interés, claro. Andorra se gobierna con una democracia parlamentaria con varios Jefes de Estado, los llamados «copríncipes de Andorra»: el obispo de Urgel y el presidente de Francia. El microestado también tiene, cómo no, su presidente del Gobierno con poder ejecutivo. El idioma oficial no es el andorrano, que no existe. Bien podría ser una mezcla de catalán, el idioma oficial, el castellano y el francés, ambos de uso frecuente.
La composición de lugar es, tal vez, necesaria para contextualizar el debate generado. Andorra dejó de ser paraíso fiscal hace unos años al conceder, magnánimamente, la transparencia de su intensa actividad bancaria si existiera requerimiento judicial. Los nuevos andorranos recién desembarcados —jóvenes triunfadores de la era digital— han abierto la controversia mediática; y es que los medios de comunicación siempre están ávidos de polémica, discusión y trifulca. La audiencia y los lectores quieren carnaza, ¿o no?
La cuestión de la fiscalidad es tan antigua como la aparición de sociedades necesitadas del gobierno de lo común. Desde la antigüedad se ha sometido al ciudadano al yugo del tributo; en sus inicios, en especie. El Estado es ese gran invento del que todos formamos parte. ¿Recuerda aquella campaña fiscal que animaba el deseo contributivo con la frase «Hacienda somos todos»? Pues claro que somos todos, aunque el peso de semejante carga a menudo nos doble el espinazo. Me permito sugerir el libro Hacienda somos todos, cariño, publicado hace bien poco por Carlos Rodríguez Braun, María Blanco y Luis D. Ávila. El subtítulo del mismo reza: «Cómo nos engañan para que creamos que pagamos poco y por nuestro bien»; una pista muy reveladora de su contenido. Leerlo arrojará luz, sin duda, sobre nuestro infierno fiscal y, seguramente,sacará a muchos de su ingenua desinformación.
La sensación de que la fiscalidad en España es excesiva y, en opinión de algunos, confiscatoria, es justificada. La proporcionalidad y la progresividad en el pago de impuestos (que pague más quien más gana) es la llamada justicia fiscal. Como filosofía no está mal. El cálculo del impuesto sobre la renta en cada caso no es sencillo, se aplica por tramos sobre la llamada base imponible, no el ingreso bruto y, además, se consideran rebajas en el gravamen por las diferentes circunstancias personales. Pero vayamos a casos particulares evidentes: un profesional con ingresos altos puede "disfrutar" de un pago fiscal de casi la mitad de los mismos. Son pocos, claro, los que facturan algún que otro milloncejo, pero los hay. Un jovenzuelo de apenas 30 años al parecer roza, increíblemente, los 4 millones anuales con sus chaladuras visuales en Internet. Con la fiscalidad española pagaría casi 2 millones; siendo andorrano la cifra se quedaría en 400 mil, que tampoco es moco de pavo. Si usted pudiera ponerse en su lugar —ojalá pudiera hacerlo yo también—,¿qué haría?, ¿se quedaría en España por solidaridad ciudadana con sus compatriotas? Todos aquellos moralistas que censuran y condenan actitudes como la del muchacho este, que solo hace pamplinas pero que, para sorpresa de muchos, gana dinero a espuertas, me temo que son unos envidiosos. Sus argumentos, a menudo ideologizados, están trufados de demagogia barata para embaucar a una sociedad fácilmente manipulable.
El ciudadano español padece una carga fiscal muy importante a la largo de toda su vida para contribuir al bienestar colectivo y mantener a ese papá Estado que vela por sus amados ciudadanos; eso es lo que vende la propaganda gubernamental. No piense solo en las retenciones que visualiza en su nómina (IRPF y Seguridad Social), sino en todos los gravámenes que soporta día a día: impuestos municipales (como el de bienes inmuebles y de vehículos), impuestos gestionados e implantados por las comunidades autónomas (como el de sucesión) e impuestos nacionales como el IVA, ese gran invento que grava toda actividad económica bajo el sol. Al que se lo ocurrió este sempiterno impuesto deberían otorgarle el premio Nobel de fiscalidad, si existiera. Un 33% de lo que se recauda en España se atribuye al IVA, un 39% al IRPF y un 12% al impuesto de sociedades, ese que se endosa a los beneficios empresariales. Porque las empresas también pagan. Al igual que los autónomos con sus facturas.
Hay un término denominado cuña fiscal que se refiere al tiempo que un español ha de trabajar para el Estado hasta terminar de pagar los impuestos de cada año. Según algunos cálculos, somos esclavos del Estado durante los primeros seis meses del año. A primeros de julio llega la liberación fiscal. Sobre la pesada carga fiscal de España es muy recomendable la lectura del detallado informe publicado por la Fundación Civismo.
Que tenemos un Estado del bienestar que funciona moderadamente bien es incontestable. Que hay mucho que cambiar y arreglar para que tenga viabilidad futura, también. Al igual que es, a todas luces excesiva, la presión fiscal a las rentas altas. Por lo tanto, si algún ciudadano al que le vaya especialmente bien, no quiere seguir bajo el paraguas hispano al no compartir la filosofía fiscal y el concepto de Estado de esta España nuestra y decide coger las de Villadiego, ¿quién es nadie para rajar en arameo y cuestionar la libertad individual de vivir, generar riqueza y pagar impuestos donde a uno le salga del alma? Yo, no.
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