Era una reivindicación conocida. Desde que la mentalidad religiosa perdiera peso en la mentalidad social de nuestro malhadado país. Encarar la muerte de manera voluntaria, premeditada, consciente y responsable. Morir es un hecho tan natural como vivir, es una cuestión de pura lógica. Sin embargo, la muerte se oscurece en nuestra cotidianidad. Parece que solo nos golpea en la cara cuando nos afecta directamente. Aunque con los años tomamos conciencia de la fragilidad de la vida, y de lo fugaz de la existencia, es cierto que no queremos recordar a diario que un día, en este teatro del que somos actores protagonistas, se cerrará el telón.
Es difícil saber cómo vivir y posiblemente sea más difícil desvelar cómo morir. Si el fin sobreviene de manera inesperada e inmediata, nos ahorraremos el sufrimiento psicológico y, puede que también, físico. Pero si encaramos el final de forma consciente y con un deterioro progresivo, ¿cuándo determinar la conclusión de nuestro paseo terrenal? Cada uno ha de ser dueño de su vida y también de su muerte, ese debería ser un derecho irrenunciable e intransferible.
Anualmente se producen miles de muertes voluntarias, cifras a menudo silenciadas en los medios de comunicación por el que algunos definen como efecto "contagio". En España, según las estadísticas del INE, se suicida una persona cada dos horas y media, diez al día, o lo que es lo mismo 3650 voluntarios de la parca. Muertes por acción fruto de la desesperación, de la desesperanza, de los problemas económicos, de desequilibrios emocionales o mentales… Que alguien decida quitarse de en medio y desaparecer del mundanal ruido es un acto que nadie debería enjuiciar. Posiblemente sea la consecuencia de un fracaso individual y social, pero ¿quién se arroga el derecho de condenar esa conducta? ¿Todas las muertes llevan implícita la tristeza? ¿Cuántas de ellas no son también una liberación?
Con la premisa de que todo ser humano debería decidir sobre su propia vida y muerte nos encontramos con la regulación en España por vía urgente del suicidio asistido —ayudar a alguien a morir— o la eutanasia, que implica la intervención de un médico para la administración de una sustancia que facilite la muerte. Así, nuestro país se convierte en el cuarto país de Europa y el sexto del mundo en legislar sobre la muerte asistida.
Las reticencias a esta legislación son comprensibles atendiendo a convicciones religiosas, éticas y morales. ¿Se puede pervertir la norma? ¿Es lo suficientemente garantista para evitar que algunos precipiten un óbito al objeto de heredar lo antes posible o quitarse de encima una carga asistencial? ¿Qué pasa con la más que posible objeción de conciencia de algunos médicos? La ley aún debe pasar el trámite parlamentario por el Senado y no será hasta mayo cuando entre en vigor, pero tengo la sensación de que se ha hurtado el necesario debate para su aprobación. Como con la Ley de Educación, el actual Gobierno legisla sin consulta ni reflexión con los sectores implicados.
La eutanasia no era un clamor social —no recuerdo manifestación masiva alguna— aunque sí una petición latente y desesperada en cientos, seguramente miles, de casos dramáticos y durísimos en nuestro país. No deja de ser paradójico que estemos contando por miles los fallecidos por la pandemia y se apruebe una ley para ayudar a morir. La urgencia normativa más bien parece una maniobra de distracción social. El Gobierno quiere demostrar que sigue ejerciendo su responsabilidad legislativa pese a la coyuntura sanitaria, social y económica que nos arrolla.
Empatizar con víctimas de enfermedades dantescas como la ELA nos descubre realidades vitales trágicas. Pero, así como hay personas que desean cerrar su capítulo vital y renuncian a seguir respirando, también las hay que desean exprimir hasta el último hálito de respiración, que no quieren resignarse, que no quieren rendirse; y reclaman ayudas públicas para sobrellevar su realidad. Porque hay enfermos que necesitan un arsenal de cuidados para sobrevivir y la carga de esos cuidados recae casi exclusivamente en la familia. La eutanasia bien puede ser el logro de una sociedad moderna y responsable. Porque está muy bien que el Estado ayude al bien morir, pero quizá esté mucho mejor que ese Estado ayude al bien vivir de muchos enfermos que se aferran a la vida con fuerza y hasta su último aliento.
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