“Buenas. Sin luz, ¿no? Hasta luego”. Era lo que ocurría este mediodía en un bar de la calle Diego Fernández Herrera. Una avería en el cableado subterráneo dejó durante dos horas a toda la zona sin luz. “Ni tostá, ni café...”, se resignaba ante el camarero otro cliente que esbozaba media sonrisa.
¿Han pensado cuántas consecuencias tendría un corte de luz? 1.000 personas estuvieron afectadas por este corte mientras Endesa tardaba dos hora en arreglarlo. Mientras, todo estaría parado, excepto la circulación, que si no fuera por la policía se hubiera convertido en un caos. Y es que, aunque parezca evidente, es importante reseñar que los semáforos tampoco funcionan sin luz.
Cosas obvias que normalmente no nos paramos a pensar y que los 300 últimos afectados notaron más que ninguno. El silbato de la policía hacía patente que había que modificar los hábitos en la vuelta a la rutina tras la Semana Santa.
“Perdona, pan del día sin tostar, al menos, se puede, ¿verdad?”. La respuesta, esta vez sí, era afirmativa. Eso sí, el café había que cambiarlo por el refresco, guardado en neveras que guardaban el frío aún pero no hacían su labor frigorífica.
Los clientes bromeaban: “Bueno, me voy sin pagar, que la caja no podéis abrirla sin luz”. Ahí se notaba el daño, en lo recaudado. “Nos ha fastidiado, la verdad”, respondía el camarero.
No era el único negocio que veía disminuir la recaudación en su vuelta a la rutina. La dentista se disculpaba con sus clientes y comenzaba a llamar a las siguientes citas para que no acudieran: “Perdóname. El gran problema es que tenía la vuelta de Semana Santa apretada y ahora todavía más. No te puedo dar cita de inmediato. Si se cancela alguna, te llamo. Si lo prefieres, esperamos por si vuelve...”.
El abogado, mientras tanto, hacía tiempo en el bar hasta poder utilizar el ordenador de mesa. “Sin ordenador es imposible que haga nada. Además, tampoco tengo internet”.
Esto provocaba también que no se dieran citas en el centro de salud. “Me han dicho que no pueden hacer nada hasta que no vuelva la luz”. La Farmacia también se las veía y se las deseaba para cumplir con su función. Un cliente narraba a la salida: “Le hemos dicho el nombre de la crema, pero, claro, el pobre hombre no se puede saber todos los precios”.
La frutería, la pescadería y la carnicería eran accesibles. Al menos, aquellos establecimientos que tenían un peso analógico y no uno eléctrico.
“Se va la luz y me echan las culpas a mí”, mostraba molesto uno de los empleados de las entidades bancarias. “A ver qué culpa tengo yo de que todo esté informatizado y no podamos hacer nada”, afirmaba.
Mientras tanto, el portero de la finca de al lado continuaba con las labores de mantenimiento. Eso sí, tenía que abrir la puerta a los vecinos que se habían ido sin llaves; no podían abrir la puerta a distancia, ni a través del telefonillo.
Cabe resaltar que no todos los inquilinos del edificio optaban por entrar al mismo. Algunos hacían tiempo porque no tenían luz en sus casa. Otros, exclamaban en el bar: “Yo me asfixio. A ver cómo subo yo al quinto sin el ascensor”.
“Esto cuesta un dinerito”, decía en el bar un cliente. Los negocios estaban paralizados y había quien bromeaba: “Hay que inventar ya una aplicación para el móvil que haga las funciones de generador eléctrico. Todo lo que va con el ordenador es imposible hacerlo”.
Y tanto era el uso del móvil y las aplicaciones que los problemas seguían surgiendo: “Ahora me quedo sin batería y a ver cómo lo cargo”. “Vete al coche”, le solucionó un conocido.
Las historias se sucedían y la dependencia a la energía eléctrica se hacía cada vez más patente. Ni cafés en el bar, ni pagos en el banco, ni limpiezas bucodentales en el dentista, ni búsquedas de jurisprudencia en el Tribunal Constitucional, ni precios en la Farmacia, ni ascensores en los bloques de pisos, ni citas en el médico, ni...
Dos horas después, la vuelta de la luz se celebraba como si de un gol en el minuto 90 se tratase: “Ea, cóbrame que me voy a mi casa: ya puedo subir yo en el ascensor tranquila”.