Las revanchistas

06/03/21 +Jerez Opinión: Ángel G. Morón

La igualdad de derechos y obligaciones entre hombre y mujer —entre todos los seres humanos— es el ideal de una sociedad perfecta. Perseguir ese objetivo es un empeño loable, sin duda; pero la búsqueda de ese logro no debe ser adulterada con un ánimo vengativo para resarcir las afrentas y humillaciones pasadas. Creo que, a los seres humanos, si algo nos iguala, es la biología en el nacimiento; pero la diferenciación posterior, que nos hace únicos y especiales, es natural y lógica: tiene que ver con la propia naturaleza individual, con la genética heredada, con el contexto y el entorno en el que se nazca. Si todos fuéramos iguales, viviríamos en una sociedad de seres repetidos, de robots; por tanto, bienvenida la diferencia. Ahora bien, en relación a los derechos y obligaciones, la aspiración de la igualdad universal es inexcusable. 

En el mundo actual la búsqueda de la igualdad es dispar e irregular; tiene que ver con el régimen que gobierne el territorio del que se trate. Pero a nosotros nos preocupa, sobre todo, el nuestro porque es el que nos afecta directamente en nuestra vida diaria. Lo que pase en Emiratos Árabes Unidos o en una remota aldea de Afganistán nos interesa lo justo, o sea, nada. Así que, en nuestra madre patria, nación, país, Estado, terruño… tenemos nuestra idiosincrasia, nuestros propios demonios y nuestras peleas intestinas. Formamos una sociedad moderna, supuestamente, y avanzada, supuestamente. En nuestra querida España la igualdad de género tiene hasta Ministerio propio con una insigne y verborreica mujer que, curiosamente, pareció medrar políticamente gracias a su relación sentimental con un melenudo varón. Y en este trágico país nos hallamos en una cruzada feminista empeñada en demonizar al hombre y pervertir la igualdad de género en derechos y obligaciones.

Las mujeres han sido subyugadas, anuladas, ninguneadas y maltratadas por el hombre desde los albores de la humanidad. El heteropatriarcado es la herencia bruta de nuestros ancestros prehistóricos. Esa realidad no es discutible. El progreso en igualdad de género avanzó en el siglo XX; un gran hito fue el voto femenino que se inauguró en 1918 en Inglaterra. Aún queda por hacer, claro que sí; pero no es lícito devolver como un boomerang las afrentas históricas de machos contra hembras.

La ley integral de violencia de género es una ley injusta a sabiendas. Un mismo delito ha de tener el mismo castigo al margen del género del autor o autora (añado el femenino para gusto de aquellos y aquellas que consideran imperativo el lenguaje inclusivo llegando, a veces, al absurdo). Esa ley nunca debió aprobarse. Pero se aprobó y, aunque se recurrió al Tribunal Constitucional —el supuesto garante de la Justicia—, la Ley contó con el beneplácito del más alto Tribunal por las presiones políticas y sociales existentes. En este enlace lo relata con gran claridad el locuaz expolítico socialista, Alfonso Guerra.

Desde la aprobación de esa torticera Ley, el hombre se haya ya en desigualdad frente a la mujer. Primera revancha aprobada.

Vamos con la segunda: la Ley de la libertad sexual —popularmente conocida por la del «solo sí es sí»— impulsada por la ínclita Irene Montero, empeñada en sacarla adelante a toda costa. El proyecto de Ley ya cuenta con análisis jurídicos que descartan su actual redacción por ser contraria a un principio básico de la justicia. La clave cuestionada es la del consentimiento sexual: tiene que quedar explícito, meridianamente claro y cristalino, que la relación física es deseada y no coaccionada o forzada. Y todos sabemos que, cuando se trata de sexo, los intervinientes firman un contrato ante notario y, si no hay satisfacción mutua, se puede hasta reclamar daños por expectativas insatisfechas… Lo que propone la Ley de Montero es la inversión de la carga de la prueba; es decir, se pide que el presunto culpable demuestre su inocencia. El principio de la justicia es que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Quien acusa es quien debe probar la comisión del delito. Retorcer la justicia hasta este extremo sería una nueva vuelta de tuerca para someter, aun más, al varón y hacer que, para los hombres, prevalezca la presunción de culpabilidad, y no de inocencia. 

Soy feminista. Defiendo la igualdad a capa y espada. Pero la igualdad real y no la impuesta con sesgo revanchista; tampoco creo en la paridad profesional por decreto, cuando el criterio ha de ser la competencia personal y no el sexo. Este ocho de marzo celebraré el día de la mujer con mi pareja desde una convicción firme: transitamos por el camino de la igualdad, pero no dejemos que en ese camino nos atropelle la injusticia de los y las radicales.

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