Llevaban allí toda la tarde, después de un larguísimo y pesado viaje. A los pies había un cofre con el oro, el incienso y la mirra. Los Reyes Magos observaron al Niño Jesús y esperaron a que los críos, bulliciosos y alegres, se acercaran a ellos para admirar sus ropajes, el brillo de sus coronas y la barba de Melchor y Gaspar. A Baltasar, el rey negro, también se le acercaban los niños, claro, pero lo hacían tímidos y algo temerosos, como si el brillo de ébano de su piel y sus ojos enormes no fueran propios de un rey benefactor.
-Estoy cansadísimo -dijo aquel al que decían Gaspar.
-Lo mismo te digo- contestó con cierto disgusto Melchor mesándose la barba.
-¡Shisst! -peroró el rey negó con indignación-: nos van a oír.
Sonaron fuerte los villancicos. Lloró un crío porque no quería besar al Niño Jesús.
-Yo quiero un coche teledirigido, un monopatín, un muñeco y una videoconsola. -El chaval, al bajarse de la falda de Melchor, le pisó el juanete.
-¡Meee caago en tu padre, niño!
-¿Qué dices, Melchor? -se turbó el chiquillo.
-Nada, hijo, nada, que a ver qué le traemos a tu padre.
El centro comercial estaba a reventar y los niños y los padres no paraban de llegar al portal instalado por el comercio.
-Y ahora vuélvete para el pueblo en el cascajo del coche -masculló Gaspar, al que le picaba la barba-. Total, y todo para 150 euros y sin asegurar ni firmar contrato.
-Déjate, déjate -se quejó Baltasar-, que como se enteren de que no tengo papeles, me mandan otra vez para Senegal.
-Anda que… estamos listos -se quejó amargamente Baltasar, quien hacía ya un buen rato que se meaba como un loco.
Autor: Juan Manuel Sainz Peña (escritor)
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