Esperas siempre, maldita, el paso de los años. Te refugias sin prisa, agazapado tu cuerpo combado, en las páginas del calendario. Llegas sin hacer ruido, dando la mano a quienes te alcanzan. Y ellos te siguen, perplejos, para quedar a tu merced, solapadas ya para siempre las facultades que tuvieron un día. Los tocas, sí, y el cuerpo se vuelve torpe, la piel surcos, los ojos reflejos grises del tiempo que transcurre. Y los pasos… los pasos se enredan en tu mala hierba, zancadilleas a traición y las piernas se traban. Y el andar un día se detiene, y ya no hay más pasos que los que llevan a la tumba.
¡Ay, maldita seas! Maldita si me mandas a un banco a tomar el sol y pasar los días sin otra espera que el propio fin. Maldita si de los míos me apartas. Maldita si me ciegas, si me afanas las carnes para hacerme hueso y piel. Maldita eres, vejez, bandera de los días últimos, de los besos postreros, de un epitafio, de una despedida. Maldita seas mil veces. Maldita. Maldita. Maldita.