Golpes en el pecho. Tracas al aire. A lucir palmito cual florido pavo real. Porque se han ganado unas elecciones y eso es, a todas luces, un triunfo. Esa es la perorata del hombre gris, el triste ex gestor sanitario, tras conseguir mejorar levemente el resultado de su partido en Cataluña. Illa no es hombre de aspavientos. Es un tipo tranquilo, educado y, tal vez, apocado. Pero, sin duda, está exultante con la votación de las autonómicas del pasado fin de semana. Ha sacado apenas 44 mil votos más que su antecesor: el pizpireta Iceta, valga el pareado. Y eso, con la enorme abstención de casi el 50% del electorado, es todo un éxito… Pero un éxito amargo. Sin duda.
La maniobra de Sánchez, decretando el relevo de Illa al frente del Ministerio de Sanidad y endosándole la candidatura en Cataluña, no estaba exenta de riesgo. Algunos hablaban de un efecto Illa positivo por su abnegada labor ministerial. Seguramente, los socialistas dispondrían de secretas encuestas favorables a don Salvador que, finalmente, se han demostrado acertadas. No deja de ser sorprendente que su nefasta titularidad en el Ministerio tenga semejante recompensa en las urnas.
Así que don Salvador —como en 2017 Arrimadas— gana en votos los comicios catalanes. Pero a diferencia de doña Inés, que asumió la inutilidad de su victoria y rehusó intentar formar gobierno, el amigo Illa pretende alcanzar un amigable acuerdo para que las aguas procelosas catalanas se vuelvan mansas y no se desborden más. Dice el señor que va a hablar con todo el mundo, salvo con la "ultraderecha". ¡Qué curioso que el partido que él representa, en otros ámbitos, pueda dialogar e, incluso, pactar con herederos políticos del terrorismo que rechazan condenar la violencia y que, sin embargo, ningunee a una formación con ideología contraria, sí, pero con principios indiscutiblemente legales!
El voluntarismo puede ser admirable pero escasamente efectivo. El panorama catalán sigue siendo el que era. Es más, ahora los independentistas cuentan con un respaldo aparentemente mayor, una realidad engañosa gracias a la exigua respuesta ciudadana en las urnas. La paupérrima participación —más que previsible a raíz de la pandemia— adultera el resultado electoral y ha penalizado, sobre todo —como era esperado también—a los partidos llamados constitucionalistas. La debacle de Ciudadanos, una secuela de las Generales, estaba más que cantada. La indefinición es su estrategia y esa oposición "útil" que dicen hacer en el Congreso les convierte en muleta de usar y tirar. Muchos votantes de Ciudadanos se quedaron en casa en las Generales y lo han vuelto a hacer en las autonómicas gallegas, vascas y ahora catalanas. Es la desilusión de quienes sienten orfandad en su representatividad y que vieron en Ciudadanos una esperanza liberal y centrada. El batacazo debería abrir la puerta de salida a sus líderes o responsables estratégicos si la dignidad formase parte de su vocabulario; me temo que no. Y lo mismo se podría aplicar a los Populares, embarcados en una deriva que, día a día, mina sus apoyos y en la que yerran con el adversario. Los grandes triunfadores, que irrumpen en la política catalana como elefante en cacharrería, son los vilipendiados de la extrema derecha. Sus once diputados en el parlamento catalán superan a la suma de los representantes de Ciudadanos y PP. ¡Qué bochorno para Inesita y Pablete, un líder falto de carisma y heredero de una formación cuyas manchas pretéritas le siguen salpicando!
Así las cosas, el patio catalán seguirá con la matraca del independentismo; nada nuevo bajo el sol. Gobernarán los separatistas, que seguirán dándole cuerda a su cansino y estridente ruido; continuarán con su hoja de ruta, esa que dice que Cataluña es una nación que debe estar al margen de España. No sería extraño que cumplieran su vaticinio «ho tornarem a fer», «lo volveremos a hacer», en clara alusión a su referéndum de autodeterminación y la DUI: la Declaración Unilateral de Independencia. De nuevo a las andadas, a ahondar aún más en la fractura social y la división. El nuestro —no hace mucho, apenas cinco siglos, una nimiedad en la historia de la Humanidad— fue un gran Imperio. España es un gran país para vivir, sin duda. Pero los políticos, algunos para justificar su existencia, se empeñan en degradarlo y agriarlo. España hace tiempo que dejó de ser «una, grande y libre» para convertirse en cien pequeñas taifas y, además, cabreadas.
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