El fútbol es una pasión colectiva. Lo de dar patadas a un balón es el llamado «deporte rey» en buena parte del planeta. Los jugadores, artistas de la pelota, son jóvenes atletas con talento en los pies. Son idolatrados, idealizados, endiosados. Pueden convertirse en referentes para muchos. Forman parte de un deporte–negocio, como la NBA, el tenis o el golf, por citar algunos, que mueve toneladas de dinero. La profesionalización deportiva lleva consigo el mercantilismo. Los ases del deporte generan un espectáculo global que siguen masas ingentes. Sus jugadas son centro de miradas orgullosas y elogiosas cuando aciertan, críticas y rabiosas cuando fallan.
Llegar a la élite deportiva no es camino de rosas, es evidente. A las aptitudes propicias hay que sumar el empeño con mucho entrenamiento y una actitud consistente, inasequible al desaliento. No. No es nada fácil subirse al carro del máximo nivel en cualquier disciplina deportiva. La mente juega un papel más que importante en el rendimiento de cualquier deportista y, si el elegido para la gloria la tiene quebradiza, su esfuerzo puede quedar desdibujado. Recientemente, en Roland Garros, una de las citas tenísticas de mayor relumbrón, una competidora, Naomi Osaka, decidió abandonar. No tenía problemas físicos, sino mentales. Declaró que lo pasaba mal al atender a la prensa tras los encuentros. Dijo tener episodios de depresión desde 2018. Como la organización la obligaba a realizar esas comparecencias, la chica, de 23 años y que ha sido número uno del mundo —ahora es la tres—, declinó continuar. Las ruedas de prensa forman parte del contrato que suscriben los tenistas y su incomparecencia mediática lo infringía.
Estamos inmersos en un torneo futbolístico internacional —la Eurocopa— que pone en liza lo más granado del fútbol europeo. Confieso que estoy lejos de ser un forofo, pero determinadas competiciones como esta suelen contar con mi atención. A veces, el balompié es un espectáculo formidable y la exhibición portentosa de los jugadores, que quedan absolutamente extenuados, es deslumbrante. Pues bien, nuestra selección nacional vive una nueva etapa con un nuevo entrenador y nuevas caras (muchas de ellas, jovencísimas). El director de orquesta está en el ojo del huracán siempre, pero en ese rol nos solemos encontrar con hombres bragados ya, por la edad y la experiencia, y gestionan bien las críticas. No ocurre lo mismo cuando el blanco de la diana tiene 28 años y su tarea es marcar goles porque es delantero. El chico ha sido objeto de burla por sus desaciertos frente a la portería rival. En este trágico país somos mucho de hacer sangre con los más débiles, y con este joven muchos se han cebado. No está bonito, es cierto, pero también es cierto que estar en el disparadero forma parte del acuerdo, ese que se firma con la fama, la notoriedad y el estrellato.
A nadie le gusta ser cuestionado por su trabajo e, incluso, vilipendiado. Por supuesto. Parece que las criticas se han hecho extensibles a la familia del futbolista, lo cual es inaceptable y, posiblemente, denunciable llegado el caso. La fortaleza mental es la clave para gestionar esas críticas y evitar que haya un bloqueo que aumente el destrozo en el rendimiento porque, si la confianza se diluye como un azucarillo, tenemos el ingrediente necesario para el desastre deportivo. La confianza en uno mismo y en nuestras habilidades, junto a la autoestima, deberían ser siempre nuestros mejores amigos.
El fútbol es un deporte y, como tal, hay que tomarlo. La fortuna y el azar también juegan en el campo; son factores que pueden marcar el éxito o el fracaso deportivo. Pero la gente es la gente. Y el futbolista ha de saber que esa gente, que le encumbra o le machaca, forma parte del show-business, permítanme la licencia idiomática. La gente (y muchos niños entre ella) vitorea y aclama a «la Roja» cuando los seleccionados bajan del autobús para ir al hotel o al estadio. Bien harían los chicos del chándal en dejar su aislamiento en tales momentos y saludar a esa masa crítica anhelante que espera un gesto cómplice o una triste mirada. Un poco de empatía sería bienvenida. La crítica de la gente siempre va a estar presente, así que lo que toca es acostumbrarse y afrontarla con cabeza fría tanto si exalta como si duele. Lo que mejor puede hacer el jugador de mente débil es fortalecer la gestión de sus emociones con un buen psicólogo. ¡Seguro que con el pastizal que se levantan estos pobres niños ricos –en el caso de Morata unos 5 millones de euros al año– se lo pueden permitir!
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