Llevamos más de veinte días de Bienal de Sevilla. La cita más internacional sigue con su vocación calidoscópica de escaparate de todas las tendencias que aglutina el arte jondo. Y es una suerte porque así podemos tomar el pulso a la actualidad y nos permite detenernos para saber hacia dónde se dirige el flamenco en el horizonte tecnológico de este siglo XXI.
Lo hemos repetido en muchas ocasiones: da la sensación que el flamenco y toda su industria cultural con repercusión en más de medio mundo camina por un sitio y el cante (categoría en la que incluimos el toque y la tradición gestual) por otro. Lo realmente mediático es el espectáculo de luces y acción. Guiones y más guiones, luminotecnia, argumentos escénicos que hacen bailar a los grandes disfrazados de heroínas griegas o féminas liberales. Toma uno un libreto en un teatro y comprende que para montar una obra de este tipo hacen falta más de cincuenta personas. Otros van más allá, amparados por la necesidad de una vanguardia que más veces de las oportunas son auténticas aventuras hacia la nada. Sin ir más lejos en esta Bienal se ha visto al miembro de un cuadro vestido de gorila o a un bailaor danzando con una gallina en la cabeza. Y lo que nos queda por ver.
Por otros derroteros, ahogándose en sus propios suspiros, queda el cante, el baile y el toque definido como expresión íntima de un ser humano que tiene necesidad de contar y compartir y no encuentra otra salida que cantarlo, a veces desde los desechos de la persona que fue. Lo dijo metafóricamente Juan Moneo 'El Torta' en la pasada Fiesta de la Bulería de Jerez: "El cante es dolor y si uno no canta con dolor nunca se calma". Como "un bisturí que corta y cauteriza al mismo tiempo", tomando palabras prestadas del escritor Juan José Millás.
Queda claro que el flamenco no sólo es dolor y angustia. También hay sitio para la belleza y sus cánones, para la alegría y la fiesta. Pero no es menos cierto lo afirmado por el poeta: "Todo lo que nace del dolor se hace auténtico". Y el flamenco, desde su germinación, siempre ha tenido posos de una tragedia, la humana, que lucha por salir en forma de cante porque no le queda otro remedio.
Y qué curioso. Junto a las grandes obras flamencas concebidas de modo multinacional para llenar teatros del mundo, lo cual no está mal, todos insisten con una unanimidad aplastante que los instantes que quedará en la retina y en los oídos son cuatro o cinco fogonazos donde las úlceras se exhibieron como tales.
Todos momentos agonizantes pertenecen a la profunda llaga humana. Todos fruto de la vivencia, en el sentido de contar verídicamente cómo y porqué sufro. Por eso el dolor se hace auténtico y se instala en nosotros como un cielo y un infierno al mismo tiempo. Corta y cauteriza a la par.
Pasarán los años y las Bienales. Y se seguirá hablando de ellos. Porque los humanos estamos hechos de esa pasta, del dolor hasta naciendo y pocos artes como el flamenco nos da la posibilidad de sentirlo y redimirnos en un todo, en un instante.
Sucedió con El Pele y su soleá en la obra de Manuela Carrasco. Sólo quien se sabe verdaderamente herido por la cruel enfermedad es capaz de agarrarse el pescuezo y dibujar mareas de sufrimiento entre los doce tiempos de la soleá.
Y sucedió con ese genio a veces incomprendido que es el Torta. "Yo canto así porque antes lo he sufrido", comenta siempre. Por eso, es capaz de llevarnos desde el infierno al cielo en un segundo persiguiendo amores imposibles desde su propia experiencia personal en un día que nunca llega a amanecer "porque la noche es más larga que la muerte".
Y sucedió con Antonio Agujetas en el Teatro Quintero. Sacando un hilo de voz hiriente como una daga ardiendo desde una causa cantaora que ha conocido la cárcel, la calle y el drama más absoluto. Desde los escombros humanos. Y entonces el 'ay' siguiyero es brusco, reproduciendo un sonido que no entra por los oídos, como si de un golpe seco en la espalda se tratara.
Y sucedió con Niño Miguel, el genial guitarrista al que la enfermedad mental lo llevó al ostracismo y a sobrevivir en las plazas públicas de Huelva con una guitarra de tres cuerdas pero sacando un sonido a su guitarra que sólo se pulsa desde la desesperación.
Momentos que quizás pasen desapercibidos al lado de los grandilocuentes montajes millonarios. Tal vez no. Tal vez perduren más que ellos porque están cantados y tocados desde esa alcoba donde habita el olvido y el sufrimiento. Desde esa habitación a la que vamos y desde la que venimos.
"El cante bueno, duele", ya lo dijo mi amigo Moraíto en el documental de Ernestina.
José María Castaño
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