Ayer, tras siete años de acaecidos los hechos, se ha hecho pública la
sentencia de un juzgado de Sevilla que condena a siete años de prisión al catedrático
de la Facultad de Ciencias de la Educación y ex decano de la misma, Santiago
Romero, por abuso sexual continuado entre los años 2006 y 2010 a dos profesoras y una becaria, al
tiempo que condena a la Universidad Hispalense, como responsable civil subsidiaria,
al pago de una indemnización a cada una de las víctimas.
Siete años por arruinar tres vidas no parece una pena excesiva, máxime
cuando el autor de los abusos ha seguido impartiendo sus clases con normalidad,
en tanto que sus víctimas vieron truncadas sus vidas y sus carreras
profesionales. Es sorprendente lo barato que resultan algunos delitos en este
país. Lo realmente indignante es que la Universidad, conocedora de los hechos,
no haya tomado medidas adecuadas a la gravedad de los hechos, haya permitido la
docencia y su libre actividad durante todo este periodo de tiempo, en el cual, para
mayor indignación, al dicho catedrático se le concedió por parte del Consejo
Superior de Deportes en el año 2010 la Medalla de Plata al Mérito Deportivo,
como reconocimiento a su trayectoria profesional.
Fueron cuatro años de abusos, de coacciones, de humillaciones, basándose
en su superioridad jerárquica con respecto a las víctimas, con amenazas de
pérdida de puesto de trabajo o de truncar su carrera profesional e
investigadora. Mucho tiempo, demasiado para que no se actuara de oficio por
parte de las autoridades académicas. Mucho tiempo, demasiado, para que los
demás compañeros y colegas no dijeran nada. Demasiado tiempo de silencio, de
complicidad, de aquiescencia
corporativismo. Estas actitudes de abuso, de prepotencia, son a menudo
toleradas, consentidas, y en muchos casos jaleadas en base a un corporativismo
solidario y cómplice. Siempre se apoya al de mayor jerarquía, y si es hombre,
mejor. Es mejor no pronunciarse antes de una sentencia firme, tan sólo se trata
de un presunto delincuente, pero mientras, las víctimas no son presuntas, son
reales. Su sufrimiento, físico y moral no admite dudas. Pero a ellas no se les
tiene en cuenta. Muchas veces, demasiadas, son las víctimas las que han de
dejar su puesto de trabajo, pedir el traslado si les es posible, o pedir la
baja por depresión, en la mayor parte de los casos.
Este caso no es un caso aislado. Lo es la sentencia, algo inusual en
nuestro sistema judicial. Si hubiera más sentencias condenatorias probablemente
los acosadores tendrían más cuidado con lo que hacían. Pero una condena de este
tipo es la excepción. Mientras tanto estos auténticos delincuentes sexuales
siguen campando a sus anchas en su actividad depredadora. Hay miedo por parte
de las mujeres, víctimas de acoso y violencia. Miedo a denunciar, miedo a las
represalias, miedo a perder el puesto de trabajo, miedo a la incomprensión por
parte de los compañeros y compañeras, miedo a la sociedad. En eso se basan los
depredadores, en el miedo, en su superioridad jerárquica. Son conscientes de su
mediocridad, de su impotencia, de su falta de valores. Son conscientes de que
si no fuera por su autoridad sobre las víctimas, ellas ni siquiera se fijarían
en su presencia, insignificante y vulgar. Utilizan el acoso, el abuso, como
reafirmación de su masculinidad, de su hombría, de su valor, del que ellos
saben positivamente que carecen.
¿Cuántos casos como el ahora conocido siguen teniendo lugar en nuestra
sociedad? No es la Universidad el único lugar en que se producen estos abusos.
Es cierto que es un lugar idóneo para ello, dada la superioridad del
catedrático sobre compañeras y alumnas, pero no es el único. Depredadores
sexuales los hay en todos los ámbitos de nuestra sociedad, y todos conocemos
casos, más o menos flagrantes. Lo importante, lo realmente acuciante, es la
necesidad de una concienciación de la sociedad que haga inviable este tipo de
conductas. No se puede mirar hacia otro lado, no se puede ser cómplice de este
tipo de actitudes.
Es cierto que nuestros modelos de comportamiento están cambiando muy
deprisa, y hay ciertas actitudes, ciertos consentimientos que ya no están bien
vistos, al menos en apariencia todos queremos ser políticamente correctos, pero
lo cierto es que seguimos viviendo en una sociedad patriarcal en la que las
dichas actitudes son toleradas, al menos con el silencio, con una solidaridad
cómplice, tan culpable como la del que lleva a cabo el acoso. Con esta
complicidad y silencio es con lo que cuenta el depredador para actuar
impunemente. Sabe que pocos se solidarizarán con las víctimas. Aún hay
diferencias. Aún hay clases.