Es una característica de los roedores: vislumbran el peligro y son hábiles buscando la escapatoria. En un barco, son los primeros en correr para ponerse a salvo cuando la zozobra se intuye. Siempre me han dado mucho asco estos bichos, especialmente las ratas. Son asquerosas. Grandes, feas y viles. Además, su hábitat natural es la basura, los desechos, la inmundicia… la mierda, en una palabra. Y me refiero a estas miserables criaturas porque hay seres humanos que me las recuerdan.
A nadie puede asombrar el caos protocolario de la vacunación en nuestro trágico país. Dejando al margen el sobrevenido problema del abastecimiento —¡a saber qué hay de cierto en lo que se cuenta sobre los contratos suscritos entre laboratorios y Unión Europea!—, la vacunación se ha convertido en una carrera donde ratas de dos patas pugnan por ser las más veloces. Las hay de partidos políticos, de variado pelaje, las hay del funcionariado e, incluso, de la sacrosanta curia. Y es que la vileza anda muy repartida.
Produce repugnancia conocer los casos, a diestro y siniestro, de todos los que se han beneficiado de una privilegiada situación política, profesional, social o personal para pasarse por el arco del triunfo el protocolo de vacunación aprobado. Deberíamos conocer los nombres de todos esos miserables y así, después, dispensarles el oprobio y escarnio públicos. A algunos, su miseria moral les ha costado el puesto. Pero a todos debería desposeerles de la dignidad que, a mi juicio, es lo que hace grande a todo ser humano.
Las crisis y las tragedias sacan a relucir lo mejor y lo peor de las personas, sin duda. Y esta pandemia está poniendo en evidencia la catadura moral de muchos servidores públicos que velan sobre todo por su supervivencia pública y su interés privado. ¡Qué curioso resulta haber pasado de las más que comprensibles reservas con la vacuna por su ágil fabricación a la carrera por la inoculación para lograr la tan ansiada inmunidad! Nadie, ni siquiera las más altas autoridades del Estado, debería estar por encima del protocolo establecido y que privilegia en el orden a los ciudadanos más vulnerables. Solo habría cabido la excepción con objetivo pedagógico. Si la reticencia social a la vacuna hubiese sido muy notoria, estaría más que justificado que el Jefe del Estado, el Presidente e incluso los Ministros hubieran predicado con el ejemplo. No ha sido el caso porque, por lo que se ve, la gente está como loca buscando cómo vacunarse a toda costa.
Y en plena fiebre «vacunil» observamos otra fuga del barco, precisamente de uno de los capitanes. Se ha ido en una chalupa sin hacer casi ruido, a la chita callando, ni siquiera ha obsequiado a sus compañeros del Parlamento con una despedida en el hemiciclo; pero resulta curiosa esta silenciosa fuga, ya que el escapista declara no “arrepentirse” de nada en absoluto, en un ejercicio de soberbia inconmensurable. El hombre gris, casi negro, mesurado, educado, discreto, anodino e insulso, llegó desde su atril de filósofo a un Gobierno propagandístico. El suyo sería un camino llano sin socavones con un Ministerio vacío de contenido en el que nunca pasaba nada. Pero pasó una pandemia. Y la gestión, la mala gestión, le arrolló dejando todas sus vergüenzas al aire.
Se marcha Illa a su región para liderar el "canvi tranquil" y enderezar la deriva separatista-nacionalista. Algunos analistas políticos, de esos que proliferan en tertulias mediáticas y saraos semejantes, consideran que el exministro de sanidad tenderá puentes con los radicales y relajará la crisis catalana, caída en el ostracismo gracias a la sanitaria. Habrá que ver primero si se celebran las elecciones en febrero, que no está nada claro ni cómo, ni cuándo a tenor de la situación sanitaria ni cuál será el resultado. Quizá haya un exceso de confianza con las encuestas del Tezanos-Cis y tal vez se produzca un descalabro a la altura de la gestión del personaje. Porque, ¿en serio alguien podría confiar en un personaje como Salvador Illa después de su «brillante» actuación como máximo responsable de la sanidad en España? Sorprendentemente, sí. No le quepa duda.
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