Orgullo fascista

05/07/20 +Jerez Opinión: Alberto Cabral

Cada vez tengo más claro que soy fascista. Probablemente usted también lo sea, igual que yo. ¿Quiere comprobarlo?

A decir verdad, no profeso admiración alguna por la figura de Benito Mussolini y, de hecho, me cuesta incluso reconocerle en ciertas fotografías. Lo mismo hacia Adolf Hitler, ni la más mínima, pues considero que fue un genocida, un asesino masivo que sometió a parte de su pueblo de manera arbitraria y absolutamente injusta. ¿Y qué digo de Francisco Franco? El gallego era otro enemigo de la paz y de las libertades, lo cual ya suponen para mí dos líneas rojas imposibles de tolerar en la vertebración de una sociedad, lo que me obliga a rechazar cualquiera de sus planteamientos. Y es que yo prefiero optar por un sistema donde nuestros representantes respondan ante sus ciudadanos, estén a disposición de ellos y no al revés. Que sea la gente de a pie la que detente la soberanía, como bien recoge la Constitución Española de esta democracia que gozamos, o deberíamos gozar.

Teóricamente, para alejarse de los postulados de los dictadores mencionados arriba hay que huir del pensamiento único. Las masas de acoso, el señalamiento público o las purgas tienen que quedar descartadas del manual de instrucciones si realmente apostamos por la libertad. Por el contrario, la libertad de prensa debe erigirse como uno de los pilares fundamentales del sistema, en caso de que pretendamos que este funcione de manera justa. Es, entonces, que aparece la necesidad de analizar la realidad, de exponer los hechos ante el electorado, para garantizar la limpieza de la democracia. Así, surgen roles como el de Vicente Vallés.

El presentador de los informativos de Antena 3 no hace nada del otro mundo. Es decir, su trabajo, como colega periodista que es, resulta bastante simple, tanto de entender como de practicar; recopila y cuenta a la gente, de manera resumida o asequible, aquello que ha ocurrido y que es de su interés. Vallés narra lo que haya acontencido en la jornada y el espectador ve y escucha. Ni más, ni menos. Pese a ello, hay quienes se atreven a señalarle como un peligroso fascista, ultraderechista o no sé qué otras cosas más. Un títere de las "cloacas del Estado", un agente encubierto de la "Policía Patriótica", un peón de Satanás. Un "presunto periodista" para todo un vicepresidente como Pablo Iglesias y su tocayo, el escudero motorizado Echenique.

Todas las acusaciones vertidas en las últimas horas sobre Vicente Vallés por afines a estos dos políticos morados son una muestra de la banalización absoluta del lenguaje y de la pérdida casi total de cordura y coherencia en el debate político. Resulta que un tipo que aparece encorbatado en un plató para decir cuatro noticias –con un tono bastante mesurado, por cierto–, es un demonio fascista y maligno. Quizás el argumento tendría una cierta base fundamentada si se tratara de un comunicador capcioso, con una tendencia ideológica extremista muy marcada, manipulador en el peor de los sentidos, parcial o deshonesto. Precisamente, no es este el caso. Incluso me sorprende que se ceben con alguien como él, que no es que sea un investigador que descubra grandes tramas absolutamente desconocidas para desestabilizar al Poder, sino que se dedica a reproducir profesionalmente la mera y sencilla verdad.

Por lo tanto, tenemos que un informador de este país, por hacer su trabajo, es fascista. Seguramente Mussolini estará riéndose desde el infierno viendo que a un pardillo así le equiparan con él. Sin embargo, yo prefiero optar por seguir con el juego interiorizando que también lo soy.

En su habitual afán por reescribir la historia, adalides del supuesto progresismo ya han despojado de todo sentido a la palabra "fascista". Ahora no evoca a su verdadero significado, sino que es empleada a modo de comodín para encasillar a quienes se permiten el lujo de ser críticos con determinadas decisiones del actual Gobierno de España. ¿Y saben qué? Quizás es momento de darles la razón, de otorgarles la victoria dialéctica evitando el pulso y la confrontación, puesto que no abandonarán ese argumentario. Únicamente lo terminarán haciendo por agotamiento si ven que el insulto es ineficaz al ser admitido y lucido a gala por aquellos que no se dejan ofender.

Entiendo que eres un facha crispador si no sigues el dictado de la cúpula de Podemos (y, según el día, también del PSOE) porque eso es lo que nos están diciendo a las claras. Si no comulgas al 100% con el discurso que marque el líder de la coleta, por muy contaminante que resulte, eres "lo peor de lo peor, o sea, tía", que diría la ministra Irene Montero. Pues lo seré.

En consecuencia, creo que la mejor defensa de la libertad de pensamiento en la actualidad es reivindicarse como fascista ante estos perseguidores, admitir que se encaja en su definición del término. Ellos indentifican el fascismo con la discrepancia. Cuando alguien les acuse de tal cosa, pueden anular a esa persona simulando orgullo: "Sí, soy un facha". Y disfrutar de su pataleo o de su silencio.

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